domingo, 25 de noviembre de 2012

Aprender a contracorriente [gatacolorada]


Entender la crisis exige pagar un precio.

Es el precio y tengo que pagarlo.  La culpa la tiene la crisis, el Ejercicio de TR y el querer saber.
Elijo unos pendientes largos con pequeñas esmeraldas, después el corsé negro, deja los senos al aire dándome  forma de ocho, ceñida en el centro y ampulosa  en  las caderas y nalgas y sobre todo  el  pecho resaltado por los aros.
Me enfundo las medias, las fijo y tenso con los sujetadores del corsé, después me calzo los botines de taco alto. Me miro en el espejo, mi amo estará satisfecho, soy una gatita sumisa y sexy.
No me maquillo, sólo peino el pelo con una coleta y me doy rouge en los pezones erguidos.
Le espero y mientras pongo en limpio la información que me ha dado y sus breves comentarios.
“ Los números son fundamentales para comparar el estado económico de un país. El más importante  es la renta per capita.
Datos (miles de dólares redondeados):
  1. 1.     Catar. 106
  2. 2.     Luxemburgo. 79,6
  3. 4.     Noruega. 54,5
7. EEUU. 49,6
9. Suiza. 44
13. Australia.  41,5
14. Canadá. 41,3
15. Suecia. 41,1
19. Alemania. 37,7
23. Reino Unido. 36, 6.
24. Japón. 36
25. Francia. 35,6
26. Corea del Sur.33,2
28. Israel. 31,5
29. España. 30,3
30. Italia. 30,1.
52. Argentina. 18,3. Las Malvinas. 55,4.
53. Chile. 18.
54. Rusia. 17,7
60. Uruguay. 15, 79
64. México. 15,78
72. Venezuela. 13
75. Costa Rica. 12,4
76. Brasil. 12,2
81. Colombia.10,7
83. Perú. 10,6
92. China. 9,1.
93. Ecuador. 8,9.
115. Paraguay. 5,3.
A esto debes añadir el índice de desarrollo humano y el de desigualdad, el que marca  la diferencia entre la renta de los  más ricos y los más pobres. El análisis de todo ello te dice de verdad donde hay crisis real.
Otro tema es qué países crecen y cuáles bajan. Y eso es un factor que tiene también que ver con la prensa que acentúa la caída. En Argentina en la crisis del 2002 la bajada fue de un 28%, en España en tres años del 4,9.
Las sensaciones son importantes, quizás lo más.”
Debe estar para llegar, así que acabo de prepararlo todo, busco un látigo de varias colas cortas que no deja marca y unas esposas forradas para que no me duelan luego las muñecas y le espero. Cuando oigo el ascensor parando en nuestro piso me pongo las esposas con las manos adelante, es mucho más cómodo, las cierro. Se abre la puerta y entra mi amo.
Me mira, en sus ojos veo aprobación y lujuria, le gusta lo que ve. Yo estoy de pie  ante él.
-“Da un par de vueltas para que te vea bien”-
Le obedezco, giro dos veces sobre mi misma, estoy excitada, me pone terriblemente el juego. Sin miramientos me mete dos dedos en la concha.
Los saca mojados, los chupa.
-“Ya estás cachonda, eres una zorrita muy golfa”-
- “Sí, mi amo”-
-“Quítame la chaqueta.”-
Le obedezco, es un poco difícil con las manos atadas pero lo logro. La coloco en el respaldo de una silla, después vuelvo a pararme ante él.
Su dedo índice recorre el camino de la frente al pezón derecho, está  orgullosamente enhiesto. Juega con él, después me lo empieza a apretar y retorcer hasta hacerme daño. Repite la operación con el otro pecho.  
-“ Ábrete de piernas.”-
Lo hago y comienza a darme palmadas en la concha mojada, al principio suaves, después más fuertes. El clítoris excitado, endurecido, vibra de placer con los golpes.
-“Quítame la corbata y la camisa.”-
Cuando lo hago, usa la corbata para taparme los ojos. Estoy ciega, atada, indefensa y terriblemente excitada, soy un juguete en sus manos.
-“Arrodíllate.”-
Oigo como se abre la bragueta, espero su verga, la ciruela mojada me recorre la cara, acaricia mis labios, cuando abro la boca para recibirla me golpea con ella, me pega con su estaca de carne dura, me pone a mil ese juego de intentar chupar y lamer su arma en movimiento. Cuando me agarra la cabeza, sé que la tengo para mí. La lamo una y otra vez, recorriendo con la lengua el vástago hasta el cipote que paladeo como una bocha de helado. Quiero metérmela dentro de la boca, pero… 
-“Levántate.”-  Me lleva hasta el sillón, hace que apoye las manos en el respaldo y  me obliga a inclinarme de modo que mi cola queda en posición indefensa.
Espero con una mezcla de miedo y deseo el primer latigazo.
-“¿ Qué eres?”-
- “ Tu gatita.”-
Y recibo el primer golpe, es suave, pero me escuece.  
-“ Y qué más”-
-“Tu niña mala.”-
Otro azote, más fuerte.
-“¿Y?”-
-“Tu perrita”-
Otro latigazo. He entendido  Un calificativo que le calentase y un azote.
-“Tu viciosa”-
-“Tu cerdita”-
-“Tu putita”-
-“Tu esclava”-
-“Tu sumisa”-
-“ Tu morochita”-
La verdad que llevo nueve azotes  que se han hecho cada vez más duros, que siento un escozor en los glúteos enorme, que me duelen y además que me he calentado tanto que ansío que me la meta. Me detengo un momento como si estuviera pensando, ya sé que palabra le va a volver loco del todo.
-“Sigue”- Y me vuelve a golpear.
-“ Tu yegua”-
Para los azotes, con el mango del látigo recorre el valle de mis nalgas y de mi sexo.
-“Tienes un coño que no parece que haya parido dos hijos”
Me agarra de la coleta y siento su glande  tantear mis labios íntimos. Tira del pelo hacia él y de un golpe me penetra.
 -“Yegua ¡al galope!”-
Comienzo un adelante atrás rápido, mi amo está quieto, soy yo la que tengo que hacer  todo, pero estoy tan caliente que apenas con cinco embestidas me corro. Se da cuenta y me da una nalgada fuerte.
-“Golfa, muévete.”-
Me vuelve a pegar con la mano en la nalga hasta que emprendo el galope de nuevo. Baja en ritmo de las palmadas pero sigue dándomelas. Me doy cuenta que estoy para volver a llegar al orgasmo. Contraigo todo lo que puedo mis músculos vaginales, cierro los muslos  y roto mi culo para acelerar el final de mi amo. Siento el deslizar de su palo duro, apretándolo con mi carne íntima, deja de pegarme y tira con fuerza de  la coleta y empieza a moverse para soltar su carga de semen.Yo me dejo llevar en las olas del placer mientras mi amo se descarga en mi interior.
-“Elenita, ¡que golfa sabes ser!. ¡Que polvazo más rico me he echado!”-
-“ Deja que te lo limpie bien.”-
Me quita la corbata de los ojos y suelta las esposas. Le chupeteo bien la pija saboreando nuestras secreciones. Se vuelve a poner dura.
-“Creo que no tenemos tiempo para otra sesión. Vero viene con la niña casi ya. Lo podemos dejar para hoy por la noche”-
Mira como me pongo una túnica con ojos golosos y mientras prepara dos güisquis, tira de computadora y escribe algo en una hoja.
“Te dejo una nota con unos datos más, sobre lo que te comenté: el IDH y el GINI .
 (IDH)1. Noruega 0,943, 2. Australia 0,929, 9. Alemania 0,905, 20. Francia  0,884, 23. España 0,878, 24. Italia 0,874, 44.  Chile 0,805. 45 Argentina 0,797, 48 Uruguay 0,783, 57. México 0, 770, 84 Brasil 0,718.
 (GINI) 2. Dinamarca 0,247. 3 Suecia.0,250, 10. Alemania. 0,283, 41. España 0,347. 47. Italia 0,360. 58. Argentina 0,375. 88. Uruguay0,420. 108. EEUU 0,469. 124. México 0, 518. 125. Brasil 0,518. 127. Chile. 0,521.
Como puedes ver países que dicen que van muy bien, pues no van tanto y otros que dicen que están en la más terrible de las crisis, no están tan mal. A mi tierra y a Italia les convendría un poco de cine, las pelis de Berlanga ( El verdugo o Bienvenido Mr. Marshall) y las de Monicelli . Verían que antes sí que estaban en la miseria. Lo que ocurre es que no es lo mismo subir que bajar. Y además hay interés en meter miedo para desmantelar un tipo de sociedad que surgió tras la 2ª Guerra Mundial y los modelos socialdemócratas, a lo sueco o noruego, frente al comunismo del Este. Cuando cayó el Muro de Berlín el capitalismo salvaje ya no tuvo enemigo y al tran tran decidió poner las cosas en lo que consideran su orden natural. Ricos y pobres.”
-“Gracias , cariño, ¿ pero no vas un poco a contra corriente?”
- “A contra corriente te voy a poner por la noche, que las lecciones de economía no son gratis.”
Suena el timbre , llega mi amiga Verónica con nuestra hija, se da cuenta que hemos estado echando un polvo y se sonríe. Me da un beso, no sé por qué extraña circunstancia al hacerlo sus labios rozan los míos.
Me pone un montón, más pensando en que esa noche mi marido me va a sodomizar con autentico vicio.
Relato procedente del XX Ejercicio de Autores de TodoRelatos: "Erotismo en tiempos de crisis económica". Perfil de gatacolorada: http://tinyurl.com/gatacolorada

domingo, 18 de noviembre de 2012

Vida estropeada [Estela Plateada]


La soledad es la única acompañante que siempre nos espera. La locura, la única que acecha tras los infortunios. Cuando me encontré a la puta tras salir de la fábrica, no lo dudé: ni esa tarde estaría solo ni me llamarían loco.

―Borra esa maldita sonrisa de tu cara, joder, me pones enfermo.
Sin embargo, desafiándome, como la puta que era, siguió mostrando una sonrisa magnífica, de modelo profesional.
La conocí aquella misma tarde, al salir de la fábrica. Estaba de pie, con una pierna cruzada, apoyada en la esquina de un comercio que cerró hace unos meses y cuya reja metálica estaba cubierta de excrementos de paloma.
Me miró como solo una puta mira a un hombre. Con párpados entornados, calibrando el tamaño de mi billetera, imaginando el grado de perversión a realizar con tal de que quedase satisfecho, que sería alto, y esperando que abonase sus emolumentos al final con agrado.
Debo admitir que yo también la miré como solo un hombre mira a una puta. Con ojos bien abiertos, calculando el tamaño de sus tetas, sopesando la posibilidad de que estuviesen rellenas de plástico (odio la silicona; ni en las junturas de las ventanas la quiero). Coño bien condimentado pero limpio, piernas largas y suaves. Y, sobre todo, mala leche. De esa que se gastan las buenas prostitutas y que te obliga a clavarlas el rabo hasta el fondo del coño con la esperanza de extraer de su boca un gemido de dolor, una migaja de placer, un resquicio de complacencia, un mohín de picardía.
Todo eso lo vi en la puta que me miraba apoyada en la esquina del comercio abandonado.
Me la llevé a casa.
No a la casa que me gustaría llevarla, porque a esa ya no puedo ni pisar el felpudo de la entrada. No desde que una tarde aparecí con mi mejor amigo y nos follamos a la parienta a dos manos; a dos pollas mejor dicho. Hacía tiempo que estaba harto de ella y de sus hermanas bajitas y regordetas, novias monacales que desde pequeñas sabían que solo servirían para vestir santos y, por eso, las muy putas, no hacían otra cosa cada día que aparecer por mi casa a incordiar y darla palique a la parienta. Que si había perdido mi trabajo por tarugo, que si el lastre era yo, que si patatín, que si patatán. Luego estaba el tarado de mi hijo, un valiente soplapollas sin dos dedos de frente y menos ganas de hacer algo en la vida que un escupitajo mal tirado en el pavimento. De día, a cascársela tocaban, delante de la pantalla de un ordenador que costó un riñón y que no quería más que para videar pornografía y charlar con sus amigos canallas. Por la tarde, el crío iba a peor: broncas tocaban y a hostia limpia no dejaba mueble sin mella ni cristal sin astillar. Y por la noche... por la noche salía con la legión de condenados, una panda de nazis descerebrados y que disfrutaban de lo lindo pegando berridos en las callejas oscuras, repartiendo sopapos a cuanto infeliz cruzase una mirada con ellos. Más de una, más de dos y más de tres veces tuve que sacarlo de comisaría y, si por mí fuera, allí habríase podrido de no ser por que me acompañaba su madre y sus comparsas bajitas. Y aún así, aunque viviese con una parienta enganchada a las telenovelas y los concursos de presentadores maricones, aún teniendo al descerebrado de mi hijo cascándosela al otro lado de la pared, aún a pesar de las cuñadas incordiando, era mi casa, mi puta casa, esa que llevé veintiún años pagando religiosamente, sin escatimar ni un solo cuarto a cada letra que venía cada mes.
Esa casa se la quedó la parienta al divorciarnos, menudo escozor se llevó la pobre con tanta polla. No fue buen trato: yo me libraba del imbécil de mi hijo y, a cambio, ella le proporcionaba cobijo. Pero era una buena casa, es una buena casa. Lástima de trato.
El caso es que me llevé a la puta al cuartucho de alquiler de la pensión donde dormía. No tuve suerte y me encontré con la gendarme Aquilina a la entrada, la casera del condominio.
―¿Adónde vas con semejante jamelga, infeliz? ―rió la muy desocupada, levantando la vista del visillo que llevaba bien avanzado, de punto de cruz; no sabe hacer otra cosa en su garita de la entrada.
―Adonde usted ya sabe, vieja ociosa. Usted a la suyo, yo a lo mío, ella también a lo mío y todos felices en la viña del señor.
Se me levantó, toda alborotada. No la sienta bien que la traten de vieja, por más que eso sea.
―Bromas las justas, baboso. Aquí no quiero cochinadas. Vete a otra parte con semejante putón y haced lo que bien os venga. Pero aquí no, aquí no. Aquí no.
Repitió tres veces que no, que no me la podía subir a mi cuartucho.
―¿Y dónde me la follo?
―Se me ocurre que... en el vertedero ―rió con la ocurrencia―. Nadie logrará distinguiros del resto de mierda.
Se nos plantó en medio de la escalera, alzando la voz en grito cuando hice caso omiso de sus palabras.
―Te digo que no subes, payaso. Iros de aquí antes de que me lo piense mejor y alquile tu cuarto a otro con más sentido común.
―Aparta, vieja.
Allí quedó. Del empujón que la di, cayó de culo y tendida en el suelo del portal permaneció.
De modo que me subí a la puta. Cerré la puerta, tranqué y abrí las ventanas.
Me miró el desorden en la cama deshecha, en la ropa amontonada por los rincones, en la hojarasca putrefacta arrastrada por mis botas embarradas. Los desconchones del techo no tenían mejor pinta y las paredes llevaban escritas las locuras de los que me precedieron.
Quiso entrar al cuarto de baño y ahí sí que me negué en rotundo.
―No quieras ver algo realmente sucio, muñeca ―advertí y, como aviso, deslicé varios argumentos:―. Estos últimos días he comido rápido, mal y me ha sentado peor.
Se me quedó plantada en medio del cuartucho, mirando a su alrededor y agarrándose un brazo. Me pareció que temblaba de miedo o excitación, que son sensaciones similares.
―Mejor nos quedamos en pelotas. Rompamos el hielo que pareces muy tensa.
Me saqué el peto y los pantalones para luego desembarazarme de unos calzoncillos que tiré rápido al rincón de la ropa sucia por miedo a que se me espantase.
―De las mejores que has visto, no mientas ―clamé ufano, agarrándome el cimborrio hinchado y sacudiéndomelo con brío.
La puta seguía inmóvil, quizá acomplejada, quizá sorprendida, quizá intimidada.
―Bueno, al lío ―resolví impaciente al ver que ella no reaccionaba.
La desvestí sin recato alguno. Su ropa perfumada, la poca que llevaba, cayó al suelo.
Era preciosa, sin duda alguna. Desnudas, las mujeres pierden mucho: piernas de palillo, culos aplanados o tetas invisibles. La puta que tenía delante era la excepción.
Apresé las tetas bien formadas y me sorprendió su tacto firme y consistente. No más de veinte primaveras tendría la chiquilla que ahora temblaba bajo mis dedos.
―Veamos qué escondes entre esos muslos, niña ―musité ronco tras tumbarla sobre el pedazo de cama sin orines.
No me abrió las piernas, negándome el acceso a su lindo coño.
―No me jodas, puta, no me hagas esto. Abre las jodidas patas, zorra.
La delicadeza se esfumó de mis aspavientos cuando comprobé que no iba a ceder.
Amarré una pierna e hice palanca con el brazo para separar la otra.
El ruido de un desgarro me congeló por completo.
Me levanté de la cama y me quedé mirando alelado la pierna desgajada.
El maniquí me miraba con sonrisa dulce, con sonrisa funesta, con sonrisa pintada al acrílico.
―Borra esa maldita sonrisa de tu cara, joder, me pones enfermo.
Pero siguió desafiándome.
Y eso me gustaba. Porque se notaba que el maniquí había sido fabricado a imagen y semejanza de una puta orgullosa, un puta con aires de mujer con pantalones.
―Si no quieres follar, vamos a hacer algo juntos, ¿no?
Su silencio me sonó a confirmación.
―¿Tienes hambre? Creo que tengo un lata de atún por ahí tirada. Vamos a rebañarla.
Por lo menos pasé la tarde acompañado, que es más de lo que muchos pueden decir.


Relato procedente del XX Ejercicio de Autores de TodoRelatos: "Erotismo en tiempos de crisis económica".

martes, 13 de noviembre de 2012

En las crisis ganan los banqueros [ana del alba 20]

Las crisis obligan a hacer cosas que normalmente no haríamos, y los lobos se despojan de las pieles de cordero.

La cliente se levanta de la silla, se dirige al diván del despacho, levanta la falda de su vestido y, con la ayuda de ambas manos, se quita las bragas y las deja en el suelo, luego se sitúa encima del diván, con las rodillas y las manos apoyadas en él en la posición que se conoce como a cuatro patas y aguarda con las piernas levemente separadas. Luis, el director de la sucursal se levanta de su cómodo asiento, rodea la mesa mientras se va quitando el cinturón, descorriendo la cremallera, desabrochando el botón de su pantalón y, ahuecando el calzoncillo, extrae su erecto pene dispuesto. Para cuando llega al diván, ya tiene el miembro listo. Lo apunta en la entrada del coño de ella y, de un empujón de sus caderas, introduce toda la polla.

El timbre del despertador sacude a Luis de su enésimo sueño húmedo. Desde hace tiempo, lo nombraron director de la sucursal, bueno, más bien trepó a él desde su puesto como simple gestor de clientes, utilizando todas las tretas que conocía, por ejemplo le birló el mejor cliente de su compañero Pedro ofreciéndole un trato financiero mejor, a cambio de cierta comisión. A partir de ese momento, raro era el día en que durmiendo no tenía estos sueños húmedos con las mujeres de las parejas que venían al banco a pedir una hipoteca. La de ayer era rubia, buenas tetas y mejor culo, guapa, de nombre Carla. Tuvo una tremenda erección mientras hablaba con ella y el chulo de su marido. Ella trabaja en una tienda como dependienta, él es mecánico en un taller, ambos de 24 años, tienen intenciones de casarse. De buena gana se hubiera follado a la chica, pero.... Y no es que no folle, a sus 35 años, lleva una buena carrera como amante, algunas chicas han caído a sus pies, a otras las ha pagado. Pareja no tiene, ni quiere, lo suyo es follar y olvidar, como su trabajo en el banco: poner buena cara, aprovecharse de todo para ascender y desarrollar su carrera y luego... siempre hay caídos en las batallas.

En ese momento, con la economía boyante, la construcción desatada y casi sin paro, todos los días recibe a parejas, firma en la notaría, hace negocios con las empresas de tasación, bordea límites... Su cuenta corriente, en otro banco distinto al suyo, y muy discreto, crece y crece, debido a ciertos movimientos poco claros en los negocios que hace para el banco, se rodea de ciertos lujos; apartamento en el centro, coche de marca, apartamento playero. La vida le sonríe. Pero él quiere más, quiere tirarse a muchas de sus clientas, coronar su carrera tirándose a cualquier mujer a la que echara el ojo. Pero de momento no puede ser, tal vez algún día...

Tres años después.

La crisis se ha desatado, Luis ha sabido conservar su puesto como director de sucursal, con la vorágine de fusiones bancarias, deudas financieras, crisis de la deuda soberana, cierre de oficinas, caída del negocio, pinchazo de la burbuja inmobiliaria, negación de créditos. A duras penas, y gracias a su piel endurecida, ha podido sobrevivir mientras ha visto caer a muchos a su lado. El negocio bancario siempre gana, pero no siempre gana lo mismo ni ganan los mismos. Él ha sabido estar en el bando ganador, aunque haya sido a costa de no subir en el organigrama del banco, menos mal que su cuenta bancaria oculta no se ha resentido.

Ahora recibe todos los días a parejas que, no pudiendo pagar los recibos de las hipotecas que su banco, él realmente, les concedió, vienen a verle para renegociar la deuda, pedirle que no se ejecuten las deudas, que no les echen de sus casas. No quiere hacer caso, esto es un negocio. Pero una idea está fraguando en su mente: puede aprovecharse del momento, seguro que esta situación favorece sus viejos sueños, sólo hay que dar un primer paso, elegir una primera víctima, hacerlo una vez, para que pueda follar todo lo que quiera. Es como cuando, siendo un pobre empleado del banco, se atrevió a hacer su primer negocio bordeando la ley: compró acciones para un cliente sin dinero para ello, luego las vendió sacando un pingüe beneficio, le salió bien, recibió los parabienes de sus superiores y empezó su fulgurante carrera.

Pero hay que elegir bien a la víctima. Y ésta no se hace esperar. Se trata de Sofía P. No la recuerda porque su hipoteca es anterior a su llegada a la sucursal. El expediente le informa que el banco le prestó 147200 Euros para la compra de su piso en una zona residencial de la ciudad. Por supuesto la tasación fue suficiente (todo el valor de venta) y ella, empleada en una oficina, y su marido, encofrador, pudieron adquirir el piso. Ahora, cinco años después, la deuda asciende a 118432 Euros, y ambos están desempleados. La señora P solicitó verle el día anterior. Ahora está en su despacho. Sola.

Sofía tiene 35 años, buen culo aunque poco pecho, algo en ella ha hecho que Luis se excite y su miembro se eleve. Los planes empiezan a urdirse.

—Señor director, iré al grano si me lo permite —dice Sofía.

—Adelante, agradezco la brevedad —responde Luis.

—Usted sabe que acabamos de dejar de pagar el recibo del mes pasado, y yo le quiero asegurar que no queremos dejar de pagar, sólo queremos un poco de tiempo más y pagarlo poco a poco.

—Querida señora, usted se hará cargo que no podemos hacer lo que pide, existe un contrato firmado y...

—No le estoy diciendo que no vayamos a pagar, sino que queremos un poco de tiempo, pagar menos al mes, pero pagar —interrumpe Sofía.

—Hágase cargo, no podemos hacer excepciones…

—No quiero un trato especial, sino un poco de flexibilidad, estoy segura que podemos encontrar la manera.

Una chispa salta en la mente de Luis, algo le dice que esta puede ser la primera, está ansiosa por resolver su problema y parece dispuesta a hacer lo que él le pida. Es de esas mujeres que son capaces de lo que sea, hasta hacer algo que la incomode, porque el fin es más importante que cualquier cosa, por eso, Luis la mira a los ojos y le dice:

—Yo también estoy seguro que hay forma de resolver su problema.

El silencio se hace dueño del despacho. Sólo se oye el ruido de la oficina bancaria como fondo. Ambos se miran. Luis está seguro de su triunfo, lo lee en los ojos de Sofía, que están valorando lo que acaba de oír y las implicaciones que ello supone.

—Pásese esta tarde por aquí a las seis y media, llame a la puerta trasera y seguiremos esta conversación —dice Luis después de un rato.

Sofía se levanta, todavía mirándolo. Casi sin creerse lo que subyace tras las palabras del director. Luis se levanta también, escondiendo la erección como puede. Se dan la mano y Sofía abandona el despacho, todavía pensativa.

La oficina cierra sus puertas a las dos de la tarde, sin embargo los empleados trabajan en ella por la tarde desde las tres y media hasta las cinco y media. Muchos días, el director se queda en ella trabajando, por eso no es extraño que hoy se haya quedado en la oficina más allá de la hora en que los empleados se van. Luis se prepara en el despacho para lo que va a ocurrir.

A la hora señalada, Sofía llama a la puerta de la sucursal, Luis abre y la deja pasar para después cerrar con llave. Casi sin hablar, la acompaña a su despacho agarrándola por el codo. Por el rabillo del ojo ha observado que apenas se ha cambiado de ropa, sigue con el elegante conjunto de falda y chaqueta. Sólo ha notado mayor olor a perfume que durante la mañana. Luis indica a Sofía que se siente en las sillas delante de la mesa y él ocupa su lugar habitual.

—¿Cual es la manera que ha pensado? —pregunta Sofía directamente y mirándole a los ojos.

—Es usted muy directa, eso es de agradecer. En pocas palabras, usted accede a lo que le voy a proponer y nosotros no ejecutamos la deuda y le permitimos un pago en mejores condiciones.

—¿Cual es la condición?

—Muy sencillo, usted será mi amante y follaremos cuando yo lo desee, a cambio ampliamos el plazo de devolución y reducimos la cuota—.Ya está dicho. El silencio vuelve a llenar el despacho.

—¿Y cuanto durará esta situación? —pregunta Sofía.

—Hasta que yo quiera o hasta que se reanuden los pagos normalmente—.El despacho vuelve a quedar en silencio.

—¿Quien me asegura que el acuerdo se cumplirá?

—Tiene mi palabra —asegura Luis, manteniendo la mirada a Sofía.

—No me basta, lo quiero por escrito.

—Muy bien —dice Luis, y le alarga un papel escrito a máquina, pero sin firmar. Sofía lo lee.

—Parece correcto ¿Cuando empezamos?

—Ahora mismo. Quítese las bragas y póngase en el sofá a cuatro patas.

Sofía hace lo que le ha pedido Luis, se levanta de la silla, con un gesto de las manos se quita las bragas y las deja en el suelo. Se dirige al sofá, se coloca de rodillas y luego apoya las manos en el mueble. Luis se levanta de su cómodo sillón, se desabrocha el cinturón, descorre la cremallera, se quita el botón del pantalón. Ya cerca de Sofía, deja bajarse los pantalones, y el calzoncillo, se coloca un preservativo en su erecto miembro.

Luis se coloca a la espalda de Sofía, hace que abra un poco las piernas, vuelve la falda por encima del culo, apoya la punta de su miembro en el coño y, de un golpe de caderas, la penetra. Durante un rato, el silencio de la oficina se rompe con el ruido del movimiento que provoca la entrada y salida del miembro del hombre. Al cabo de un rato aparece otro sonido, parece el de un chapoteo. Y es que Sofía, sin quererlo, se ha excitado y su coño está húmedo con sus fluidos. Luis oye ese sonido y comprende que la mujer ya venía aceptando lo que iba a pasar y algo la excitaba, pese a todo. Por eso redobla sus embestidas.

Como amante acostumbrado a follar con muchas mujeres, es capaz de aguantar su corrida o acelerarla a su voluntad. En este caso decide que lo va a atrasar para provocar el orgasmo de ella. Así que, además de la penetración, acompaña su acción con una excitación directa al clítoris de ella usando la mano. Ahora el silencio es roto por los gemidos de ella. Suaves al principio, rápidos después y casi gritando cuando Sofía se corre. Luis lo ha conseguido. Ha logrado que la mujer, amante a la fuerza, se corra. Ahora se abandona y acelera para correrse él también.

Sofía sale del banco a las ocho, satisfecha de doble manera. Por un lado ha conseguido retrasar un problema grave que tenía, y por otro está sexualmente contenta, hacía tiempo que no se corría así, claro que ha tenido que convertirse en la amante del director del banco, pero está convencida que no se le hará duro, porque tiene un trabajo en perspectiva y porque el hombre no le desagrada.

Sofía fue la primera de las clientes que Luis se folló durante bastante tiempo, llevaba anotado en una libreta los nombres, y otros datos, de ellas, además de guardarse las bragas y los videos que, escondiendo una cámara, grababa durante los encuentros. Según esas notas, a Sofía se la folló por primera vez un 2 de Febrero de 2010, luego follaría con ella en otras doce ocasiones hasta que la mujer logró un trabajo estable en otra oficina y volvió a pagar las cuotas con regularidad.

—Don Luis M —pregunta el sargento de la guardia civil. La pareja está en el despacho del banco.

—Si señor guardia, soy yo, ¿qué se le ofrece?

—Queda detenido por delitos fiscales, económicos y financieros, aquí tiene la orden firmada por el Juez, su socio, el Sr. Muñoz ya ha sido detenido. Debe acompañarnos.

Por fin se ha descubierto todo, el fraude continuado al banco, el desvío de fondos al extranjero, un poco de blanqueo de capitales, todos los negocios que bordeaban la ley, de repente la han traspasado. Se lo veía venir, pero no creía que le cogieran.

Lo que vino después lo recuerda un poco acelerado: encerrado en el calabozo, declaración ante los guardias, calabozo, declaración en el juzgado, siempre con su abogado presente, registro en su casa y en el banco, traslado a la cárcel como preso preventivo pendiente de juicio. En prisión sin posibilidad de fianza, el riesgo de fuga es evidente y parece que con él quieren hacer escarmiento a la banca. Está jodido.

......

—¿Quien es ese tipo al que le están dando por culo en la 112? —pregunta el «Chori» en la celda 115.

—¡Bah! Un cabrón, está aquí por robar en el banco donde trabajaba —le cuenta el «Manazas», de la celda 116.

—Pues «pa» mí que eso no es para machacarle así —comenta el «Chori».

—Qué va, no es por eso, si fuera por eso hasta le aplaudiríamos —comenta el «Manazas». —Es que se ha sabido que el muy hijo de puta se aprovechaba de las clientas, me han contado que se tiraba a las que tenían deudas con el banco.

—¡Que cabronazo! —dice el «Chori»— ¿No es el «Bujía» el que le está machacando?

—Justo, él. El cabrón del banco se tiró a su ex, antes de que le diera la patada, y le ha dado un ataque de cuernos que no veas.

—Pues menos mal que el bueno del «Oso» esta en medio, si no lo va a matar.

—No creas que perderíamos mucho. Total, un cabrón menos, y además, ese es de los que nos tiene el país así.

—Pues entonces ¡¡«BUJÍA»!!—grita. —Dale fuerte por todos, parte a ese cabrón en dos.



Relato procedente del XX Ejercicio de Autores de TodoRelatos: "Erotismo en tiempos de crisis económica". Perfil de ana del alba 20: http://tinyurl.com/AnaDelAlba20

domingo, 11 de noviembre de 2012

El rescate de Benilde [voralamar]


Un negocio a punto de la quiebra regentado por tres hermanos, levanta el vuelo gracias a Benilde que consigue rescatar el horno a base de mezclar dulce y sexo.

— Como esto siga así no habrá más remedio que cerrar. No nos da para los gastos desde que pusieron el Consum en el cruce.
— Ya os dije que teníamos que haber comprado el local cuando hubo oportunidad, en lugar de estar alquilados como padre. Pero vosotros ni me escuchasteis. Ni un solo negocio hay en el pueblo en el que el local no sea propiedad del empresario. La paquetería de Lolín, el local de Lolín; la carniceria del Manco, el local del Manco; el ultramarinos de Conchita, el local de Conchita…ahora, el horno-confitería Los Tres Hermanos de los tres hermanos, y el local del Pelao, y todos los meses a pagar el alquiler y ni una reforma que el muy miserable nos sube la mensualidad.
— Calma, hermanos, sentémosnos a hacernos un cafetito y hablemos con conocimiento. Antón, tú un carajillo ¿verdad?, Y tú Nisín cortadito con desnatada. Yo un solo con una bola de nata.
Antón, Nisín y Benilde se sentaron en torno al obrador de mármol. Benilde, la menor, tomó la palabra:
— No perdamos el oremus. Nisín, ya sabes que el Pelao no quería vender por nada del mundo y que entre los tres decidimos continuar aquí, donde padre había seguido el negocio del abuelo, también porque es la mejor zona del pueblo y justo al pie de la carretera, que todos los forasteros paran y compran algo. Además ahora no es buen momento para plantearse un cambio, bastante hacemos con mantenernos. ¿Y dónde podríamos estar mejor sino amasando y cociendo en el horno donde faenaron nuestros mayores? ¿Recordáis?— Benilde acarició un lado de la superficie de mármol que estaba resquebrajada— aquí mismo padre dio un puñetazo el día que le dije que Mariano y yo éramos novios
— Tú es que eres muy tranquila, Beni, sabiendo que el padre de Mariano y el nuestro no se podían ni ver, parece que no pienses…
Antón, el mediano, se impacientó:
— Bueno, entonces qué hacemos, Porque yo tengo a los tres chicos en Alicante, que si se ponen las cosas peor me voy para allá. Quizá encuentre trabajo, que tendré cincuenta y cinco años, pero a hornero no me gana ni Dios.
— Lo que te pasa, Antón, es que estás deprimido, porque si no es que no se explica. Irte del pueblo…lo que nos faltaba por oír. Si aquí estamos nosotras, y tus amigos. Pues no te gusta a ti ni nada ir a cazar en temporada y hacerte unos orujos al salir del horno—  Nisín habló y todos guardaron silencio. Porque si algo sabía hacer Nisín, era dictar sentencia, que para eso era la mayor de las tres. Con cincuenta y ocho años trabajaba en el horno desde los trece, despachando y llevando las cuentas. Nunca se había casado, y no por falta de oportunidad — durante un tiempo la pretendió el maestro de la escuelita— sino porque no le gustaba que nadie la sacara de sus propósitos, y atender a un marido le parecía un desvío de energía y atención que no estaba dispuesta a asumir.
Antón enviudó hacia diez años. Su Josefina encontró en el comedor de la planta baja donde vivían, al toro embolao que soltaban en las fiestas del pueblo y que se había colado en la casa de un brinco, torturado por el calor del fuego de las teas que llevaba en sus astas. Josefina y el animal tuvieron unas palabras y la mujer salió perdiendo. Antón, que entonces se dedicaba a trabajar la masa y a hornear, se quedó a cargo de tres adolescentes desbocados y tristes que acabaron yendo a estudiar a Alicante, lejos del pueblo y de los toros embolados.
Benilde era la más joven con diferencia. Treinta y cinco años y un novio eterno, Mariano, que le pedía matrimonio cada verano para puntualizar “en cuanto me saque las oposiciones para Hacienda”, y que nunca la tocaba más arriba de la rodilla. Aún así, la chica era alegre y tremendamente romántica, rayando en lo cursi, pero sin más excesos.
Allí estaban los tres, derrotados y viendo cómo el negocio familiar se iba a pique.
Hasta entonces el horno, además de la clientela fija, había cobrado prestigio en las poblaciones cercanas, desde donde venían a comprar sus especialidades: las sabrosas cocas de sardina y de tocino, las crujientes empanadas de pisto y los sublimes pastelillos de yema, las irresistibles rosquillas de anís, los densos mazapanes de invierno y los aromáticos rollitos de canela. Tartas de ligero merengue, sorprendentes pasteles de cumpleaños, irresistibles rosquitas de sobrasada, dulces palos de crema, esponjosas medianoches, refrescantes galletitas de fruta, turrones artesanales, contundente pan de higos, jugoso bizcocho al coñac… Antón no dejaba de innovar y Benilde le sugería nuevas formas, nuevos sabores, nuevos ingredientes, mientras Nisín despachaba y hacía caja. Pero eso era antes, cuando el pequeño pueblo compartía escuela con otros tres. Luego vino el Todoverde, que acabó con parte de los ingresos del ultramarinos en el que lo mismo se vendían pinzas para la ropa que cañas para atar las tomateras o abono para la tierra. Y más tarde el consum, con el pan baratísimo, que parecía que lo regalaran, y bandejas de plástico con napolitanas de crema y chocolate, empanadillas de pisto y ensaimadas industriales. A un kilómetro estaba el consum, que se podía ir andando si no llovía. En el cruce que llevaba a las poblaciones vecinas. De una se hacía la compra, en un pis pas, desde los productos de limpieza hasta la carne, que al fin y al cabo era la misma que en el pueblo, con la ventaja de venir empaquetada, lista para congelar. Y sin hacer colas.
Ahora, la venta del horno se limitaba a lo imprescindible y a los encargos: el pan diario, empanadillas y la imitación de la bollería industrial que era lo que demandaban los niños: donuts y bollicaos.
Fue precisamente un donut de imitación (pero más sano, que no llevaba ni conservantes ni colorantes ni mierdas, según advertía Antón a la menor ocasión), lo que obró el milagro. Andaba Benilde atareada barriendo la acera, cuando pasaron un grupo de niños gritando y dándose golpes unos a otros. Se detuvieron ante el pequeño escaparate del horno y señalando una bandeja con donuts comentó el más gordito:
— Esta tarde le digo a mi madre que me compre uno de esos.
— Y dónde te lo vas a meter, cacho gordo, como no sea en la punta de la polla…
Entre las risas del grupo, el niño gordito contestó con rapidez:
— ¡Sí, en la punta de mi polla para que tú te lo comas!
Y siguieron calle abajo a gritos y empujones, mientras Benilde, medio escandalizada, medio inspirada, se quedó en pie, apoyada en la escoba y mirando embobada la torre de donuts del escaparate.
Lo que había sido una idea fugaz, echó raíces en la imaginación de Benilde quien, al cerrar el negocio al final del día, ardía en deseos de contarles a sus hermanos lo que se le había ocurrido. Comenzó por el principio: por lo tonto que le había parecido desde siempre barrer la acera. Nisín ni se inmutó, se limitó a recordarle que ésa era su tarea y que debía continuar haciéndola, lo mismo que ella daba la vuelta al cartelito de Abierto y Cerrado aún siendo más que evidente cuándo la tienda estaba abierta y cuando estaba cerrada: bastaba con empujar la puerta o dar un grito si parecía que no había nadie. Zanjado este punto Benilde, con cierto apuro, sugirió a sus hermanos la creación de una “bollería amorosa”. Esas fueron sus palabras exactamente. Antón y Nisín se miraron con desconcierto ¿de qué demonios hablaba? Benilde tomó aire y fue un poco más allá. Pastelería erótica, dijo esta vez. Y antes de que sus hermanos reaccionaran les explicó con detalle todo lo que había ido maquinando durante el día.
Antón quedó pensativo y en silencio. Nisín se levantó y rebuscó en el botiquín del baño, y sin agua ni nada, se tragó un valium 10.
Aquella noche Antón y Benilde no durmieron. Nisín, sin embargo, bajo los efectos del ansiolítico y de un chupito de anís que había tomado nada más llegar a casa para acabar de tranquilizarse, roncaba a pierna suelta en su cama.
Sobre la mesa del obrador, Benilde había dispuesto un donut y una cinta métrica de costura. Sentada, con la mirada gacha, le dijo a su hermano:
— Habrá que tomar medidas, porque ese agujero lo veo un poco pequeño. No es que sepa mucho de esto ¿eh?, pero vamos, es lo que me parece.
La incomodidad de ambos era tal que si hubiera sido inflamable, con una pequeña chispa habría ardido el pueblo entero, término municipal incluido.
Antón tomó el metro y se retiró al baño. Al cabo de un rato en el que Benilde se esforzó por no pensar en nada y acabó pensando en todo, Antón salió subiéndose la cremallera del pantalón. Lanzando la cinta métrica sobre la mesa espetó:
— Apunta, Beni, diez cm de circunferencia, tirando para once.
La mujer se apresuró a tomar nota y añadió:
— ¿Y esa medida a que talla correspondería? Porque habrá que hacer tallas diferentes. La XS descartada, desde luego, a ver quien va admitir que gasta una XS. Sería S, M, G y por supuesto XL. ¿Dónde crees que estarías tú, Antón, por hacernos una idea y a partir de ahí calcular el resto? También podría hacerse por encargo, claro, pero entonces habrían de traer los datos, porque yo no estoy dispuesta a ir con el metro detrás de nadie.
Antón miraba con verdadero asombro a su hermana, quien parecía estar completamente segura de que aquella idea sin pies ni cabeza iba a medrar y sacarles de apuros por siempre jamás. Él mismo estaba colaborando, dejándose llevar, seguramente porque Nisín tenía razón y estaba deprimido y lo mismo le daba ocho que ochenta. De otra manera no tenía explicación.
Decidieron considerar el perímetro del miembro de Antón, como talla G y Benilde así lo admitió por no ofender a su hermano, aunque en un margen de la libreta anotó “Comprobar en Internet”. Después hicieron las primeras pruebas, antes de que dieran las cinco de la madrugada y hubiera que comenzar con el amasado y cocción del pan. Congelaron la masa de los donuts para continuar con la tarea la noche siguiente. A las diez Benilde se ausentó del horno para acudir a la Casa de la Cultura donde a disposición de los ciudadanos el alcalde había hecho instalar dos ordenadores con conexión a Internet. Hizo un buen barrido en materia de tamaños y grosores, alimentos afrodisíacos y otras curiosidades, para concluir que bien podían valerse de los ingredientes clásicos convenientemente combinados. Con aquella información, su imaginación se desató en todas direcciones. Luego se dirigió a casa de su novio, Mariano, que vivía con su madre a las afueras del pueblo y que estaba recluido en su habitación estudiando.
— Mariano, necesito vértela, no puede ser que seamos novios durante dieciséis años y nunca nos hayamos visto desnudos, que una cosa es esperar a casarse y otra que parezcamos hermanos…o aún peor— corrigió al recordar en qué asuntos andaba metida con sus propios hermanos. Sacó el metro del bolsillo de la chaqueta y añadió— Además necesito tomar medidas.
Mariano saltó de la silla como un resorte:
— Pero Beni, estás loca, ¿no ves que estoy estudiando? Qué impaciente eres, si es cuestión de meses que apruebe, y luego ya podremos planificar la boda. Y además mi madre está a punto de llegar, imagina que nos sorprende aquí juntos, se muere del disgusto, que ya sabes lo recta que es.
Benilde regresó al horno profundamente decepcionada, pero le volvió la alegría al día siguiente cuando Antón le tendió una hoja cuadriculada con una lista en la que se podían leer iniciales y a su lado  números y centímetros: AF 8 cm, JJ 16 cm, AM 14 cm…
— Anoche nos fuimos de putas y les pedí a los del grupo que tomaran medidas.
Benilde cogió la nota sin decir nada. Su hermano de putas. No es que lo desconociera, que ya llevaba diez años viudo y en algo se tenía que entretener el hombre, pero que se lo dijera así sin más, a su propia hermana pequeña. Y a quién quería engañar, AF Alfredo Furió, y JJ Joaquin Jorques, y AM… Sintió calor y sus mejillas enrojecieron pero de inmediato se sobrepuso:
— El negocio es el negocio, y aquí hay mucho que hacer…
Nisín parecía quererse mantener al margen de los manejos de sus hermanos, se debatía entre la curiosidad morbosa y la más pura indignación. Aún así acudía puntualmente al horno, despachaba el pan y los dulces y preguntaba poco.
Mientras tanto Benilde y Antón se afanaban por crear “un producto nuevo, interactivo y delicioso, que puede sin duda mejorar su vida sexual añadiendo chispa y emoción a su relación de pareja” según rezaba un cartelito diseñado por Benilde. En una etiqueta aparte se añadía “El mejor regalo para compartir con su pareja habitual y ocasional”.
En cuestión de días Benilde dispuso de un rincón discreto en el horno en el que instaló un pequeño mostrador oculto tras un parabán en el que se leía “Sólo mayores de 18 años”. Disfrutó como una niña decorando el expositor con cintas de colores y corazones plateados, y en un cestillo dispuso folletos explicativos bellamente ilustrados con figuritas que parecían sacadas de un almanaque del SXIX. Repartió la mercancía con gracia, en bandejas diferenciadas por tallas, de manera que el donut con el agujero menor correspondía a la talla S, mientras que el de mayor perímetro había sido asignado a la talla XL. Tal labor no hubiera sido posible sin la colaboración de sus hermanos. Todos aportaron ideas que Benilde recogió y transformó con gracia hasta obtener el resultado deseado.
Donde Antón decía “te lo pones en la polla y que te lo coman, si Josefina estuviera aquí me mataba” y Nisín añadía “nos van a multar, estáis enfermos, sólo de imaginármelo tengo ganas de salir corriendo”, Benilde recortaba hombrecillos decimonónicos de rizados bigotes y cabellos engominados con la sola vestimenta de sus calcetines oscuros, y señoras rellenitas en corsé y escribía “Inserte este delicioso donut artesanal en el miembro viril de su compañero y disfrute del sabor (crema, chocolate o nata), y la ligera masa de este manjar…para seguir luego con el postre. ¿Qué manera más dulce hay de disfrutar junto a su pareja de sus momentos de intimidad?”
Después de mucho hablar decidieron saltarse la propaganda y el marketing y lanzarse sin más a comercializar aquella idea, sabiendo que existía la posibilidad de que un mal comienzo acabara con el cierre de la tienda y la condena al ostracismo. Del mismo modo acordaron, debido al estado civil de los tres y a lo delicado del tema,  dejar claro que se trataba de una franquicia que habían aceptado tímidamente como último recurso para animar el negocio, y que ninguno de ellos había tenido nada que ver con la idea. Simplemente eran tres arrojados empresarios sin miedo a las novedades.
Desde el primer día el parabán provocó tal curiosidad entre los clientes que no hubo ni uno solo, mayor o menor de 18 años, que no asomara la cabeza con disimulo. Benilde, encargada de atender al público, mostraba la más inocentes de sus sonrisas y se ruborizaba con candor cada vez que una clienta le preguntaba abiertamente de qué se trataba aquello. Hubo reacciones de todo tipo: escándalo, risas nerviosas, persignaciones y preguntas diversas. Sin embargo quiso la fortuna que en “Saber vivir” se dedicara un programa completo a la relación entre la buena salud y una vida sexual imaginativa y activa. Al cabo de cuatro días, para sincero asombro de los tres hermanos, había desaparecido prácticamente toda la producción, y a la semana, Enriqueta, la de la calle Alta, con mucha discreción y haciéndole jurar a Benilde ante todo el santoral que guardaría el secreto, encargó dos donut tamaño L (uno de crema y otro de nata con cubierta caramelizada). Pero ni Benilde, ni Antón, ni especialmente Nisín, respiraron hasta que  Amparito, la mujer del guardia civil, se llevó un donut para probar. Obviamente XL.
Aquello animó considerablemente a Antón y Benilde que se pusieron manos a la obra: el primero en el obrador, la segunda, libreta en mano, en el diseño de nuevos dulces interactivos. En breve salieron del horno los pollicaos, rellenos de delicioso chocolate con leche, los polvorones a los que Benilde añadía un preservativo de sabores por cuarto de peso, las pajitas de Venus, unos palitos de esponjoso hojaldre rellenos de una crema sublime que al contacto con el paladar o con cualquier otra parte del cuerpo, producía frescor, luego calor, después cosquilleo, vibración, efervescencia, de nuevo frescor…hasta que era inevitable tocarse para aliviar tal desazón; los falos de crema, de consistencia dura pero crujiente, creados a petición de Amparito, y los grieguitos, puesto que Benilde era muy sensible ante cualquier opción sexual, que eran básicamente como los falos de crema pero con cinco opciones diferentes de cobertura…Antón comenzó a disfrutar plenamente con su nueva tarea, más incluso que horneando el pan, que hasta el momento había sido su pasión. Se acostumbró a trajinar por el interior de la panadería desnudo y empalmado con su delantal de faena como única vestimenta. Sudado y concentrado, fue idea suya transformar su tradicional bizcocho al coñac, en el bizcocho encoñado, en forma triangular y recubierto de huevo hilado o de rizadas virutas de chocolate.
En poco tiempo se comenzaron a recibir encargos de las poblaciones vecinas: tres docenas de pollicaos para una despedida de soltera, una bandeja de pajitas de Venus para la reunión mensual en la parroquia, quince tarrinas de merengue para untar…El rumor de que en el horno de los Tres Hermanos se cocía más que pan atrajo a un par de televisiones locales que no hicieron más que aumentar la popularidad y la curiosidad entre la gente. Le siguió a esto la concesión del galardón comarcal a los empresarios del año.
Nisín no tuvo sino que reconocer el acierto de sus dos hermanos y ella en persona, subida a una escalera que no parecía demasiado segura, añadió al cartel del Horno-confitería, el rótulo de “Repostería erótica”.
Una madrugada en la que Antón daba forma a una magdateta de manzana, irrumpió en el local, por la puerta trasera,  Amparito, la mujer del guardia civil, presa de una pasión incontenible. Hallar a Antón, sorprendido y desnudo con las manos en la masa, la hizo derretirse de deseo y arrancarse la ropa de un tirón. Al calor del horno y sobre el obrador de mármol, se desfogaron de todas las maneras posibles.
Aquel mismo día, casi al cierre del horno, se presentó Emiliano, un hombre tímido hasta el extremo que vivía sólo en una casa aislada cercana al pueblo,  y con gestos le indicó a Benilde que se acercara a hablar con él. Le dijo que al día siguiente era su cumpleaños, y que había oído en el pueblo algo sobre dulces un tanto especiales, y eso era lo que quería él a modo de tarta. Había planificado regalarse una visita al burdel Más allá del Arco Iris, y al mismo tiempo llevar su propio pastel para que una señorita le soplara la vela.
—Entonces, Emiliano, tú quieres un donut ¿algún sabor especial? Si es para una ocasión como ésta podría ponerle virutillas de colores… ¿Qué talla te servimos?— Benilde había adquirido una naturalidad pasmosa para tomar nota de los pedidos y hacer sugerencias en función del cliente.
Emiliano tartamudeando musitó:
— No sabría decir la talla…no quisiera parecer poco modesto, pero ése de la XL— señaló el mostrador— es pequeño…creo.
Benilde se quedó de una pieza. Hasta el momento nadie había tenido quejas de este tipo. Emiliano era un hombre bien parecido, tímido a rabiar, reservado. A Benilde siempre le había hecho tilín, tan callado, tan metido en la lectura y en la contemplación. Llegó al pueblo hacía tres años para escribir un ensayo sobre no se sabía bien qué, y se relacionaba poco, aunque parecía amable. Benilde no se lo pensó dos veces y se ofreció a tomar medidas. Invitó a Emiliano a pasar al baño y le siguió con la cinta métrica. Con la mayor profesionalidad le bajó los pantalones y poco más hizo para que el hombre se animara y Benilde pudiera realizar su cometido:
—  ¡Jesús!— exclamó la hornera— ¡de donut nada, lo que necesitas es un Roscón de Reyes!
Por primera vez en años, los tres hermanos podían permitirse cerrar un par de días y tomar un merecido descanso. Después de hacer caja, Nisín suspiró satisfecha y en una mesura se llevó media docena de pajitas de Venus con las que esperaba disfrutar de sus días festivos llenos de apasionantes encuentros consigo misma. Antón salió un poco antes con paradero desconocido, llevando una bolsa con una botella de Moet Chandon y su delantal de faena.
Benilde echó el cierre a la tienda. Portaba dos bandejas primorosamente envueltas: una con una selección de grieguitos con los que pensaba obsequiar a su novio Mariano antes de cortar con él definitivamente, la otra con un roscón de reyes cubierto de fruta confitada y relleno de nata fresca que se disponía a servir a domicilio a Emiliano.
Sólo de pensarlo se le hacía la boca agua.


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miércoles, 7 de noviembre de 2012

Se alquila habitación [Ginés Linares]

Raquel y Enrique se ven abocados al impacto de hechos que cambian sus vidas por completo. Se verán obligados a mostrarse tal y como son, a actuar según sus instintos, sus impulsos, sus miedos.

Las cosas cambian. Nosotros cambiamos.
Para mejor o para peor.
Una noche al llegar a casa, cuando volvía de la fábrica, me encontré Raquel, mi mujer, sentada en el sofá, mirando la televisión.
--Hola, cariño. Ya he llegado.
No estaba puesta la mesa. Ningún plato, ni siquiera el mantel, los vasos, los cubiertos.
--¿Ya has cenado? --dije extrañado. Solía esperarme para cenar, excepto cuando tenía turno doble.
Negó con la cabeza, sin dejar de mirar la televisión. Seguía vestida de azafata: falda azul, blusa blanco perla, tacones pronunciados y alfileres en el pelo. Incluso llevaba puestas las medias.
Fruncí el ceño.
--¿Qué pasa?
--Me han despedido.
Mi mochila con la ropa del trabajo cayó al suelo. Ni me enteré de que la había dejado caer. Al mirarla en el suelo descubrí a su alrededor una alfombra de pañuelos de papel arrugados.
--¿Por qué? --murmuré.
--Porque… porque sí.
--¿Por qué sí?
Se giró hacia mí y me negó con la cabeza. Alcanzó el paquete de cigarrillos que estaba sobre la mesa y, sacando uno, lo encendió. Sus dedos temblaban, como zarandeados en un vendaval.
Esperé varios minutos mientras ella seguía mirando la televisión, un absurdo concurso donde los participantes reían sin parar y el presentador mostraba mucho los dientes.
--¿No vas a contarme nada más?
--No. Hoy no, Enrique. Déjame sola, por favor. Hay algo de comer en el frigo, no sé, hazte un sándwich de lo que sea.
--¿Tú no cenas? --insistí.
Su cara se contrajo hasta convertirse en una máscara de furia. Pero no la duró mucho. Raquel nunca se enfadaba. Parpadeó varias veces, las lágrimas se desparramaron por sus mejillas. El rímel se corrió en regueros grises.
Me acerqué a ella, la tomé de los brazos y, ahuecando mi mano sobre su nuca, dejé que llorase sobre mi hombro. Lloraba desconsolada, sorbiendo por la nariz, con hipo y todo, como si todo su mundo se hubiese desintegrado. Y yo quería recordarla que me tenía a su lado.
El consuelo duró poco. Se apartó de mí, volvió a sentarse en el sofá. Se subió la falda hasta la cintura y así pudo abrir las piernas para inclinarse sobre el cenicero. Se arrascó allí donde el elástico de los pantis presionaban sobre el de la braga. Fue a coger un pañuelo de papel del paquete pero, al final,  se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano, siguió fumando y viendo la televisión con expresión alelada.
--Lo siento mucho, Raquel. No sé cómo...
Saltó hecha una furia. Aplastó la colilla contra el cenicero a la vez que con la otra la apretaba en un puño.
--¡Enrique, déjame en paz, hostias!
Me asusté. Nunca la había escuchado un «hostias».
No hablamos más esa noche.
Al día siguiente, Raquel estuvo distante, retraída. Me costó que hablase sobre lo que había ocurrido. Era reacia a pronunciar más de tres o cuatro palabras seguidas. Sin embargo, la descubrí varias veces murmurando, hablando para sí en voz baja.  Me preocupaba.
Pero las preocupaciones no habían hecho más que comenzar.
Al cabo de cuatro días, terminada mi jornada, me dirigí al piso superior a fichar mi salida. El «Estornino», un hombre larguirucho de administración y que viste siempre de negro esperaba junto a la máquina. Fue entregando una ristra de sobres a muchos de nosotros. Para mí también hubo.
--¿Qué cojones es esto? --dijo la Pruden, la oficial de Soldadura, encarándose con él y agitando la hoja desdoblada del interior.
--La carta de despido.
--¿Nos echas?
--No, cuidado. Yo no. La empresa os echa, o sea, rescinde el contrato --aclaró el «Estornino».
--O sea, que estoy fuera. Pues mira, ahora que lo sé, ya puedo decir que me cago en tu puta madre.
El «Estornino», inmutable, con aún varios sobres de la mano, desvió la vista y siguió esperando a varias personas más. Tenía un buen taco de sobres. Una caja llena de ellos, de hecho, a sus pies.
--¿A que a ti no te despiden? --siguió atacando la Pruden, a su lado.
--Acabo de decirte…
Yo no escuchaba. Había abierto el sobre y leía a trompicones la carta de despido. En ella, a modo de resumen, se habían subrayado varias palabras que, leídas todas juntas, permitían entender el contenido en apenas diez segundos: “Ajuste”, “Descenso de demanda”, “Acogiéndonos a la fórmula laboral de un Expediente Regulador de Empleo”, “Rescisión”, “Finalización”.
El «Estornino» tuvo que salir por patas escaleras arriba, hasta las oficinas de Administración, antes de que le arreasen.
Al cabo de dos minutos bajó escoltado por dos seguratas. Ambos tenían gafas de sol, ceño fruncido y las manos apoyadas en sendas porras.
--A ver --dijo uno señalando al «Estornino» con la mirada--. El que tenga sobre, que seréis todos, formar una fila. El que ya no trabaje aquí, que se largue cagando leches. A los demás esto no les importa una mierda.
Luego supe, al día siguiente, que la Pruden inició la gresca. Vino hasta la Guardia Civil, creo que se la llevaron detenida y todo. Me dijeron que gritaba como una descosida, chillando como un cochino desangrándose en la matanza.
Pero eso no fue lo jodido. Lo jodido era llegar a casa con aquel sobre.
No pensé mucho en cómo dar la noticia.
--Bueno, ya somos dos --dije a modo de saludo cuando llegué a casa por la noche.
Raquel había recuperado la sonrisa hacía días. Se arreglaba como cualquier día que fuese a trabajar. Era su costumbre. Se vestía y todo para ir al curro, aunque no saliese de casa. Pasaba el polvo con tacones, incluso.
--¿Dos qué? ¿Qué ahora tienes dos sueldos?
--No, que ahora somos dos en el paro.
Durante los primeros segundos, vi en su cara que aún pensaba que estaba siguiéndola la gracia. Luego borró la sonrisa. Las comisuras de sus labios pintados iniciaron un descenso abrupto, sus ojos se volvieron vidriosos y arrugó el mentón.
De inmediato borró la decepción y la tristeza de su cara y la transformó en ira. Su mirada adquirió un semblante siniestro. No la reconocía.
--¿Qué coño has hecho, desgraciado?
--O qué no he hecho. Somos muchos. Es un ERE.
--¿Así, sin más?
--Sí, así, sin más. Todos a la puta calle.
--No me jodas, hostias, no me jodas tú también, que ya estoy bien jodida, hostias. A ti no te pueden largar.
Muchas «hostias» seguidas. Raquel se había aficionado a esa palabra.
--Pues si no te gusta, díselo a ellos.
--Me cago en su puta madre. ¿Y ahora, qué?
Tragué saliva. No sabía qué responder. Permití que también la ira me nublase las palabras.
--Yo qué cojones sé. No tengo ni zorra idea. Piensa tú, no te jode.
--¿Y la hipoteca?
--Y la hipoteca… y la hipoteca… la puta hipoteca ¡Pues no sé, hija, no sé! Deja de tocarme los huevos, anda.
Se puso a la defensiva.
--No, hijo, no. Yo no te los toco. Ya tendrás tiempo de sobra para hacerlo tú solito. Te lo aseguro.
Creo que la transformación de Raquel se aceleró en ese preciso momento.
Un mes más tarde, cuando habíamos empapelado con nuestros currículums toda oferta que veíamos en la calle, saturado los portales de empleo en internet, y viendo que la cosa iba para largo, decidimos poner en alquiler una de las habitaciones. Con eso y nuestras prestaciones podíamos llegar a final de mes sin arrastrarnos demasiado entre nuestras familias.
Mi madre llamaba cada día, la suya también. No quiero pensar que fuese porque eran nuestros avalistas en el piso, pero era algo que no se me quitaba de la cabeza. Un día me pillaron de bravas, así se lo solté así a mi suegra, cuando Raquel estaba meando.
--Que no, Teresa, que no. Tranquila que no os quedaréis en la calle, coño.
Raquel se puso al aparato después. Al rato, tras colgar el teléfono a su madre, Raquel se encaró conmigo.
--¿Qué coño la has dicho a mi madre que me estaba llorando?
--La puta verdad. Mierda, si es que parece que les preocupa más perder su jodida casa que cómo estemos nosotros.
Suspiró decepcionada.
--Gilipollas --soltó antes de encerrarse en el dormitorio.
Al cabo de dos semanas llamaron por la habitación. Era un hombre con acento rumano. Quedamos por la tarde para que viese la habitación.
--¿Tú para qué coño le dices que venga? --protestó Raquel cuando volvió de hacer la compra. Le conté lo del acento--. Yo no quiero rumanos en casa.
--Claro, mujer, claro. Como estamos desbordados de ofertas… Anda, cállate.
Raquel abrió la boca para contestar pero me hizo caso, calló.
Sin embargo, la cuesta debajo de nuestra relación se hizo más pronunciada. No hacíamos más que discutir a cada minuto. Saltábamos por cualquier cosa, daba igual lo que fuese, incluso por el ruido que hacíamos al comer.
--Mastica con la boca cerrada por lo menos, ¿no?
--La tengo cerrada. ¿Y tú?
--¿Yo qué?
--Nada.
--¿Nada qué? Venga, dilo.
Manotazo sobre la mesa. Tintineo de cubiertos y zarandeo de vasos.
--Calla y come, hostia puta, que me tienes hasta los huevos, Raquel.
Y luego venían unos diez minutos de silencio hasta que saltábamos por lo siguiente.
Ni nos tocábamos. Ni un beso, ni un abrazo. Y ya hacer el amor… mejor llamémoslo follar, porque amor no había ya entre nosotros. Eso sí, en la cama seguían los envites.
--Te huelen los putos pies.
--Qué me van a oler. ¿Desde cuándo?
--De siempre. Vete a lavártelos, no quiero dormir atufada.
--Antes no te quejabas. Y ahora sí. Si no quieres morir atufada, vete a dormir al sofá.
--Pero qué cerdo eres, hijo.
--¿Y tú?
--¿Yo qué?
--No, tú nada, claro. Tú nunca nada. Perfecta en toda tu gloria. La marrana más limpia del corral.
--Subnormal.
El rumano llegó tarde. Y vino acompañado de un chiquillo. Les enseñé yo la casa y la habitación porque Raquel se negó a hacer nada. Sentada en el sofá, fingiendo ver la televisión, no perdía ojo de nuestros movimientos.
Les gustó la habitación. Quisieron regatear el precio y fue entonces cuando Raquel se levantó con el cigarrillo en los labios y el ceño fruncido.
--Esto no es puñetero mercadillo. La habitación son 400 euros. Y punto pelota.
Me interpuse entre los rumanos y ella, mediando una sonrisa de disculpa. Pero Raquel me apartó, no estaba dispuesta a dejar el tema monetario en mis manos.
--He visto otros más baratos --terció el rumano, arrastrando las eses.
--Seguro que sí --respondió ella, enseñando los dientes--. Pero éste tiene cuatro paredes, techo y agua corriente.
Un silencio sepulcral sobrevino, sólo roto por el sonido de la televisión.
--Tengo que pensarlo.
--Pues vale, tú mismo --arremetió ella, sin dar cuartel--. Entiendo que no tengáis tanto dinero.
Marcharon escopetados. Yo también habría hecho lo mismo: Raquel estaba dispuesta a enzarzarse en una discusión sin dudarlo.
En cuanto cerré la puerta, Raquel se asomó por la ventana para verlos salir del portal.
--Estos llaman mañana.
--¿Tú crees? --pregunté con sorna. Lo dudaba horrores.
Afirmó con la cabeza y sin decir nada más, me cogió de la mano y me llevó en dirección al dormitorio.
--¿Qué haces? --se me ocurrió preguntar.
--¿No quieres follar? Yo es que no puedo más. ¿No te fijaste en el pollón del rumano? Sin calzoncillos ni nada, hala, meneándola como un chorizo de Cantimpalo. Estoy que reviento por carne caliente. El coño me pide guerra, tú verás.
Fue la gota que colmó el vaso. ¿Con que era eso en lo que se fijaba Raquel mientras les enseñaba el piso? Zorra.
Tiré de ella, deteniéndola en su carrera hacia el dormitorio,  y la encajoné entre mis brazos, bien arrimada a la pared del pasillo. La miré a los ojos. Brillaban como dos piedras ámbar, incandescentes en la penumbra. El deseo era evidente en su mirada. Y en su respirar, agitado, tumultuoso. Tan cerca como estaba de ella, me llegaron las vaharadas de lujuria de su boca, su aliento encendido, el calor desprendiéndose de sus mejillas.
Nos comimos la boca cual posesos, como si nuestras lenguas calmasen una sed inmensa mutuamente. Me apreté a ella, llevando sus brazos por encima de su cabeza, tomándola de las muñecas y presionando mi entrepierna sobre su vientre. Abrió las piernas, presioné mi paquete contra su pubis. Lamí su cuello con frenesí, husmeando y retorciendo mi cara por las depresiones formadas entre sus clavículas y los hombros.
--Hijo de puta, cómo me pones, cabrón.
La tomé del cuello y apreté hasta ver como su cara enrojecía. De las comisuras de sus labios manaban sendos regueros de saliva y su sonrisa lobuna, torva me enardecía aún más si cabe.
--Puta de los cojones.
Me miraba con los ojos entornados, exhibiendo una superioridad irreverente, provocadora, soberbia a más no poder. Le gustaba verme perder los papeles. Yo la tendría agarrada por el cuello, pero ella la que me tenía a su merced, consciente de que había despertado mi instinto más animal. Sonreía, y su sonrisa me cabreaba y calentaba todavía más. Iba a enseñarla que jugar con animales era peligroso.
Solté sus manos y agarré sus pechos por encima de la blusa nacarada, como si fuesen dos asas, apretando hasta que gimió dolorida. Machaqué, pellizqué con fuerza desacostumbrada sus pezones endurecidos hasta hacerla chillar. Una de sus manos bajó rápido entre mis piernas y apretó con fuerza hasta hacerme gemir.
--¿Aprieto más, jodido cabrón?
--No hay huevos, puta --sonreí enseñando los dientes y apretando frente contra frente. Empujé todo mi cuerpo sobre el suyo.
Su espalda y nuca se clavaron a la pared. El golpe retumbó hasta en el techo. Raquel chilló dolorida.
--Para, joder, me haces daño de verdad.
La agarré del pelo y tiré de él. Abrió la boca confundida, sorprendida, acojonada. Soltó mis huevos y la obligué a arrodillarse.
--Ya sabes qué hacer. Ahora veremos si te gusta el chorizo de Cantimpalo.
Dudó varios segundos. Tiré del pelo hasta hacerla gemir. Me desabrochó el cinturón, bajó la bragueta, rebuscó dentro del calzoncillo y sacó mi miembro empalmado.
Desde arriba me veía la polla enorme, tirante, enrojecida allí donde sus uñas habían hecho mella. Me pareció más grande de lo habitual. También a ella le sorprendió, la vi abrir los ojos. Le presioné la cara con ella mientras mantenía tirante su pelo aunque no quería que se alzase. Me divertía tirar de su pelo, como si cada cabello suyo fuese el hilo de una marioneta. Una marioneta que tragó mi miembro de un solo bocado. Su interior estaba caliente, húmedo. La lengua presionaba el glande sobre el paladar y sus dientes arañaban la piel.
Pocas veces había disfrutado de una felación. A la Raquel anterior no le hacía mucha gracia tenerla en su boca. Pero ahora parecía incluso disfrutar. Masajeándome los huevos, lamía la extensión de mi vara desde el nacimiento del vello hasta la punta, regando con saliva abundante todo el recorrido con su apéndice bucal. Pero también usaba labios, dientes, lengua, paladar, carrillos para proporcionarme un placer que a veces se confundía con el dolor, el placer de una rudeza propia de la inexperiencia o de la rapidez. O de la mala hostia. De todas formas, yo estaba disfrutando como un crío con juguete nuevo, dominando aquella cabeza como si fuese una cometa en medio de un vendaval. Con varios golpes de pelvis, hundía la polla en su interior de improviso, haciéndola toser y escupir gruesos cuajarones de saliva espesa que resbalaban por mi tallo abajo y se acumulaban entre el vello del escroto. Realmente disfrutaba ver a una Raquel a la que le costaba respirar, con la cara enrojecida y el rímel dibujando nubes deshilachadas debajo de sus ojos. La pintura de sus labios se desperdigaba alrededor de los morros y también sobre el tallo que con tanto afán seguía intentando tragar.
Tiré de ella para incorporarla, la levanté casi de los pelos, obligándola a agarrarse a mi ropa como asidero para evitar más dolor. Volví a encajonarla entre mis brazos, subiendo los suyos bien arriba. Tenía las mejillas enrojecidas, los ojos llorosos y su maquillaje descolocado. Sus labios hinchados se abrían, conservando la forma de sello que mi polla había traspasado. Respiraba salvajemente. La saliva le colgaba del mentón y su cabello, descolocado y fosco, dibujaba un marco salvaje en su rostro encendido que me volvía loco.
La tomé de las mejillas y la besé muy hondo, sorbiendo su lengua inflamada, sus labios, mordiendo la piel de alrededor, besando su mentón y lamiendo la saliva fría que bañaba su garganta. Raquel se dejaba hacer, bastante tenía con recuperar la respiración, tomando aliento a un ritmo endiablado, como si el mismo diablo la hubiese poseído.
De pronto, noté como sus uñas se clavaban en mi cuello y me obligaban a mirarla de frente. Entornó los ojos, apretó los labios. Me soltó un tortazo que sonó como un martillo. Por un instante, una niebla espesa tiño mi vista y, tan pronto como recuperaba la verticalidad de mi cabeza, otro tortazo, todavía más inesperado, más potente, me hizo tambalear y caer al suelo. Me había alcanzado la oreja y el equilibrio de mi cuerpo dejó de existir.
Arrodillado, gimiendo, notando como la mitad de mi cara ardía, sentí sus dedos tirar de mi pelo cuando echó a andar. Chillé de dolor. Desarmado y con mi equilibrio en un estado lamentable, no tuve más remedio que emprender un gatear rápido tras de ella.
Raquel no tenía la menor consideración en mi estado. Lo mismo le daba que me magullase con el marco de las puertas, que resbalara por la alfombra del salón o que golpease mi cabeza contra el somier de nuestra cama. Me hizo dar un paseo por toda la casa, como un perro, gateando, tirando de la correa de mi pelo cuando me detenía a descansar o gemía dolorido. El sabor metálico de la sangre se me acumulaba entre los labios, la herida del labio me escocía horrores, el tortazo que me había sacudido había sido de los buenos. Con la polla fuera del pantalón, colgando como un pingajo, y los cojones meneándose con mis andares era la viva estampa de un maldito perro, sí. Su perrito faldero.
Llegamos al dormitorio. Me hizo trepar y tumbarme boca arriba sobre la cama.
--Hija de puta, me has roto el labio --gemí, notando como de mi labio roto manaba un reguero hasta mi mamola.
--¡A callar! --chilló arreándome otro golpe, esta vez sobre el escroto al aire, con la mano abierta.
Proferí un grito agudo, hiriente hasta para mis oídos. En un acto reflejo, me doblé sobre mí mismo, encogiéndome en postura fetal, ocultando mis partes entre las manos. Espasmos de dolor me taladraron el vientre y los huevos repartieron el sufrimiento pulsátil por toda mi espalda. La cabeza me daba vueltas y un mareo insistente me obligó a cerrar los ojos con fuerza.
Luego noté como Raquel tiraba de mis brazos. Me resistí. Nuevos golpes. Calambres, truenos que parecían arreciar sobre mi vientre y pubis.
Me dejé hacer, sin más consuelo que el de suplicar que no me golpease más. Sentí como estiraba mis brazos por encima de mi cabeza, para luego atar las muñecas y sujetarlas al cabecero de la cama. Arremangó mis pantalones y calzoncillos hasta dejarme desnudo.
Cuando abrí los ojos, acababa de recogerme la camiseta hasta el cuello, formando un grueso cordón alrededor de mi cabeza y axilas, presionando mi barbilla y garganta. Raquel sudaba en exceso, grandes manchas oscuras se acumulaban en sus axilas y costados, tiñendo su blusa blanca de grises oscuros. En su cara se había instalado una sonrisa cruel, inhumana. Su labio inferior estaba inflamado en exceso, se lo mordía cada poco, a la vez que me despojaba de toda dignidad.
Era una animal, un animal peor que yo. Soltaba una risilla queda, complaciente, sádica, mientras me amarraba los tobillos. Su cabello suelto era poco menos que una fuente caótica de mechones, similar a la de las muñecas de plástico en manos de una niña cruel.
Un miedo atroz, un miedo que me hacía contener la respiración, un miedo que me presionaba la vejiga me recorrió por completo, desde la punta de los pies hasta la de las manos.
--No me mires así, Enrique, que lo vamos a pasar muy bien, coño --sonrió al mirarme, tras terminar.
Tragué saliva.
Raquel dio un repaso a todos los nudos, comprobando que estuviesen bien prietos. Había usado cinturones para sujetarme los tobillos y una bufanda larga para las muñecas.
--¿Estás cómodo?
Negué con la cabeza. Pasé mi lengua por el labio abierto y mil alfileres parecieron punzar mi carne.
--No mucho, la verdad --murmuré intentando mantener el humor en medio de aquel asunto. Tener los brazos estirados, flanqueando mi cabeza, coartaba mi respiración y me hacía complicado hablar.
Chasqueó la lengua y se encogió de hombros. Luego se pasó el dorso de la mano por los labios para limpiarse la saliva que le humedecía las comisuras.
No entendía de qué iba todo esto. Ni lo entendía ni me gustaba.
--Raquel.
--Dime, cariño.
Se sentó en el borde de la cama para desabrocharse la falda.
--¿De qué coño va todo esto?
Silencio. Continuó por quitarse la falda y luego los pantis. Se desabrochó la blusa y luego se deshizo del sujetador. Marcas oscuras, numerosas y enrojecidas, moteaban sus pechos, sus hombros y brazos, allí donde había estrujado la carne cuando la tuve entre mis manos. Se asemejaban a arañas rojas con centenas de patas que danzaban sobre su torso al son de los movimientos de su cuerpo al desnudarse.
--¿Te duelen?
Me miró algo sorprendida, sin saber a qué me refería.
--Los moratones --aclaré, señalándolos con las mirada.
--Bastante. Eres un bruto.
--Lo siento. Fue en el calor del momento.
Se levantó y salió del dormitorio, caminando despacio, desnuda, dejando que sus nalgas se mecieran alternando con su caminar despreocupado.
--No lo sientes. No mientas. Todavía no lo sientes --. Chasqueó la lengua--.Todavía no.
Se giró hacia mí y mostró un gesto compungido, apenado. Y luego sonrió.
Madre del amor hermoso. Estaba loca.
--¿Y tú qué? --protesté. Pero ya había salido--. Tú también me has hecho daño. Tengo el labio roto, los huevos al jerez y estoy aquí, atado de pies y manos, como un puñetero guiñapo. ¡Soy tu marido!
Silencio.
Intenté zafarme de las ataduras. Imposible, las había apretado bien fuerte y con endiablada precisión: al intentar contraer una pierna el resto de miembros sufrían las mordeduras de los nudos. Por si fuera poco, la camiseta que tenía enrollada alrededor de mi cuello y barbilla me hacía difícil respirar, presionando sobre mi garganta.
Y el calor. El sofocante calor.
Raquel apareció al cabo de unos minutos. Seguía desnuda. Vino con un botellín de agua que ya tenía vacío casi del todo.
--¿Sed?
Asentí con la cabeza. Me notaba la cara enrojecida.
Bebió un trago y se inclinó sobre mi boca. Tardé en comprender qué se proponía. Estampó sus labios sobre los míos. Abrí mi boca y dejó que el agua caliente se deslizase hacia mi interior. Tragué con avidez.
--Más, por favor --gemí.
--No hay más. Y tampoco te la mereces. Además, te noto hambriento. Es hora de comer.
Subió a la cama. Se arrodilló sobre mi cara, dándome la espalda y plantó su entrepierna en mitad de mi boca.
Si antes el calor era abusivo, ahora era mortificante. Todo su coño despedía ráfagas de sofocantes ardores, mezclados con vapores mareantes.
--¡Cómemelo, hostias! --chilló Raquel.
La situación no era excitante. No era erótica. Pero la voz autoritaria de Raquel era tajante. Apretó su trasero con más ímpetu sobre mi cara, exigiendo ser obedecida.
Abrí la boca y comí. No me quedaba otro remedio que seguir la sencilla instrucción de mi mujer, sin saber cómo acabaría todo esto.
No sé de dónde saqué la saliva para lubricar mis lamidas. Me dolía aún el labio partido pero imprimí a mis labios un movimiento vertiginoso, imaginando que si se corría pronto, antes me dejaría libre.
Un gemido largo y hondo por parte de Raquel aprobó mi acometida. Su sexo, además de ardiente, estaba hinchado. El clítoris alcanzó a las pocas lamidas un tamaño considerable. En mi tarea de prospección su presencia endurecida destacaba entre todos los demás tejidos blandos y untuosos.
Los meneos del culo de Raquel pronto se convirtieron en una cabalgadura en toda regla sobre mi cara.
Absorbido por mi tarea, ni me di cuenta del trabajo que mi mujer estaba realizando en mi polla. Sus nalgas me impedían ver más allá de su coño y, empotrado como estaba por el peso de su trasero sobre la almohada, sus jadeos me llegaban entrecortados. Solo sentí que se estaba ocupando de mi miembro cuando aprecié la mordedura de sus uñas en el tallo y los sopapos en mis ya maltratados huevos.
Y, sin embargo, a pesar de la mortificación de mis partes, tuve que reconocer que sus manos empuñaban una polla increíblemente dura. Aplicaba fricciones y sacudidas salvajes y los golpes sobre los huevos, dios de mi vida, me estaban enloqueciendo. Dolían sí, pero también estimulaban.
¿Qué aberración era ésta en la que disfrutaba de los maltratos que sufría mi sexo?
Sonidos roncos brotaron de mi garganta. Me apliqué, más si cabe, en proporcionar una estimulación aún más ruda al coño de Raquel. No como agradecimiento al placer que me prodigaba, sino más bien una respuesta involuntaria de mi excitación, la cual ni reconocía ni entendía. Sorbí labios y carne, lamí con frenesí y penetré la entrada del coño. Toda mi cara estaba empapada de jugos procedentes de mi boca y su coño. Sus nalgas resbalaban y la presión de ellas sobre mi cara producía sonidos de succión. Los gemidos de Raquel se convirtieron en chillidos, los chillidos en gritos, los gritos en ensordecedores clamores. Raquel no se cortaba un pelo: las paredes retumbaban, la cama crujía. El escándalo era monumental.
Pero nada en comparación a su corrida. Alaridos ensordecedores manaron de su boca mezclados con insultos de todo tipo. Vaya si noté su orgasmo: botó sobre mi cara enterrando mi cabeza en la almohada. Sus jugos embadurnaron hasta mi cuello. Mi cabello quedó empapado de fluidos, todo ellos cocidos en la olla de su trasero a una temperatura infernal.
Sufrí. Claro que sufrí, dios de todos los dioses: mi nariz retorcida, mi boca sellada. Era como chapotear en mitad del mar, con los brazos y piernas sujetos, retorciendo tu cuerpo hasta lo imposible para lograr emerger a la superficie a por una ínfima bocanada de aire. Hubo momentos en los que tosí, incapaz de retener el poco aire que lograba respirar entre bote y bote de su culo porque, además, la muy perra, se apoyaba sobre mi pecho impidiendo que mis pulmones retuviesen el precioso aire inspirado.
Ignoro cómo sobreviví a aquel trance. Pero lo cierto es que mi polla no acusó ningún cansancio: conservaba una dureza endiablada.
Cuando Raquel se apartó de mí, disfrutado en toda su plenitud el que, seguramente, habría sido su mejor orgasmo, confiaba en que ahora me ayudase con el mío.
--Ahí te quedas.
Abrí la boca, asombrado.
--¡No jodas!
--Luego te desato, que tengo una sed horrible y necesito pegarme una ducha.
--¿Y yo qué? --protesté indignado. Me notaba la polla cargada, los huevos dispuestos. Mi orgasmo a punto de emerger.
--Ajo y agua --sonrió mordiéndose la lengua.
--¡Cacho puta! --grité ronco. La camiseta enrollada alrededor de mi garganta me producía sofocos y me impedía levantar la voz-- ¡No me dejes así, mierda!
--Te jodes --Se acercó a mí y me sacudió un sopapo en la cara--. Y cuidadito con lo que me llamas.
--¡Te mato, te mato! --aullé a las cuatro paredes-- ¡Vuelve, so zorra!
Pero no volvió.
Mi polla, tensa como una estaca, así se mantuvo, al margen de su total abandono. Pasaron los minutos y mi instrumento seguía enarbolado, listo para lo que fuese.
--Joder, macho, ¿todavía empalmado? --rió Raquel al aparecer con una toalla sobre su cuerpo y otra enroscada sobre su cabello-- No sé si es patético o impresionante.
--¿Patético? --rugí fuera de sí. El labio me escoció, la brecha se había abierto de nuevo-- ¡Ven aquí!
Ni se molestó en reírse. Marchó de nuevo.
Y mi polla tiesa, expectante. Y el dolor de huevos… ese dolor de huevos, como si los tuviese repletos de semen, desbordando el interior, preparado para manar a borbotones.
Pero aquello no duró demasiado. Poco a poco mi miembro fue acusando el desgaste. Terminó por encogerse miserablemente. Se agitó varias veces sobre mi pubis y terminó por desinflarse.
¡Qué desastre, qué desastre! La mejor de mis erecciones, la más dura, la más persistente. Habría podido follar una hora entera. Una jodida hora, la madre que la parió.
Rumié mi venganza. La empalaría, oh, sí, la empalaría hasta oírla chillar. La iba a destrozar entera.
Solo quería verla llorar, suplicando clemencia, agotada tras una interminable sesión de lujuria. Ansiaba oírla chillar, desgañitarse, mientras la azotaba sin descanso las nalgas al ritmo de mis embestidas.
Raquel tenía que saber quién era el que mandaba. Y quién la que obedecía.
Tras varios minutos, Raquel vino de nuevo y comenzó a desatarme.
Miraba al techo, vista fija, dientes apretados. Dominaba esa sonrisilla que pugnaba por estirarme los labios, imaginándomela en el suelo, suplicando descanso mientras la follaba por detrás.
--¿Sin rencor, verdad, Enrique?
--Por supuesto --repetí ante su insistencia.
Me lo había preguntado varias veces antes de desatarme. Y en todas ellas, yo respondí como buen samaritano, perdonando, olvidando.
¡Y una polla!
Fue entonces, sólo entonces, una fracción de segundo antes de tener libres las manos, cuando me di cuenta.
La insolente verdad me golpeó con tal fuerza que parpadeé incrédulo. No era posible, pero no cabía otra razón.
Me ayudó a incorporarme y me senté en el borde de la cama. Me froté las marcas de las muñecas y tobillos. La espalda me crujía y el cuello estaba agarrotado. Me quité la camiseta enrollada alrededor de mi cuello despacio, al final tuvo que ayudarme ella porque mis brazos estaban entumecidos.
--¿Quieres hablar sobre lo que ha pasado?
Negué con la cabeza.
--Supongo que te das cuenta que todo ha sido un juego, ¿no? --insistió.
Me encogí de hombros.
Transcurrieron varios minutos, los dos en silencio. Poco a poco iba recuperando la sensibilidad en todo mi cuerpo. Me toqué el labio y noté como estaba hinchado y el solo contacto me producía dolor.
--Dime algo, Enrique. Estás muy callado y no sé qué piensas.
Me giré hacia ella y la tomé de los hombros.
--Pégame --supliqué.
Relato procedente del XX Ejercicio de Autores de TodoRelatos: "Erotismo en tiempos de crisis económica". Perfil de Ginés Linares: http://tinyurl.com/Gin-sTR